Milly Bustos, Bolivia (Parte 1 de 2)

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Salam 'alaikum

Mi nombre es Magnolia Bustos Trujillo, soy boliviana, tengo 29 años y durante los últimos 8 años de mi vida, he tenido la gran bendición de transitar por el sendero del Islam.

Vengo de una familia con tendencia católica pero muy poco religiosa.  A la edad de 18 años comprendí que necesitaba a Dios en mi vida y por eso decidí congregarme en una iglesia evangélica porque me pareció que era la mejor opción, ya que la sociedad en la que había nacido y crecido sólo me ofrecía dos alternativas, o al menos yo sólo veía esas dos: el catolicismo o el evangelismo.

Fui miembro activa de la iglesia a la que asistía durante tres años, participaba de todas las actividades, cantaba en el grupo musical en los servicios dominicales, y creía fervientemente en la doctrina que allí me enseñaban.

Cierto día, una amiga de la universidad me invitó a visitar la mezquita de mi ciudad, hasta ese entonces ni siquiera sabía qué era una mezquita, había escuchado hablar muy poco y muy mal de los musulmanes: que eran machistas, terroristas y que no creían en Jesús, lo cual me parecía inadmisible.

Así que decidí acompañarla por curiosidad. Recuerdo perfectamente que era un sábado por la tarde, cuando se impartía en la mezquita clases de cultura islámica. No recuerdo exactamente cuál era el tema principal de la clase, pero lo que me llamó profundamente la atención, y además me indignó, fue cuando escuché que ellos negaban la divinidad de Jesús, que creían en un profeta árabe posterior a Jesús, que no usaban la Biblia sino el Corán y que los hombres podían casarse hasta con cuatro mujeres! Salí de allí pensando: “Pobres, ¡están tan desviados!”…sin embargo me cayeron bien, porque a pesar de que todos allí, incluyendo al Sheikh, sabían que yo era cristiana, me trataron muy bien.

Durante los dos sábados siguientes no volví ya que unos amigos de la iglesia, muy “preocupados por mí”, me hicieron prometer que no regresaría más a la mezquita ya que era muy “peligroso” para mí. Pero finalmente decidí ir de todos modos, porque no había visto nada peligroso allí, y deseaba conocer un poco más de esa religión e intentar hacerles ver el error en el que, según yo, ellos estaban.

A medida que pasaban los días y conocía más del Islam, me parecía más lógico y comenzaban a saltar dudas e interrogantes acerca de mi religión, que siempre habían estado allí pero nunca me había atrevido a expresarlas. Por eso, decidí pedir ayuda a uno de los pastores de mi universidad, le pedí que por favor me respondiera algunas preguntas que tenía acerca del Cristianismo, pero sus respuestas fueron demasiado ambiguas, y no me dijo nada nuevo, sino que repitió lo que todos los pastores repiten en sus sermones, el mismo discurso, los mismos versos citados. Lo que yo buscaba era aclarar esas dudas que ya empezaban a molestarme, porque sentía que mi fe tambaleaba, que el fundamento en el cual yo pensaba que mi fe se cimentaba comenzaba a desmoronarse; necesitaba que alguien me hiciera ver que no tenia de qué preocuparme y que estaba en el camino correcto, necesitaba reforzar mi fe, me aterraba la idea de descubrir que toda mi vida había estado equivocada, que todo en lo que creía con todas las fuerzas de mi corazón era sólo una ilusión, una cruel mentira, un engaño formado de paganismo, supersticiones y mitología.

Cuando los ancianos de la iglesia se enteraron de que yo estaba yendo a la mezquita a pasar clases de cultura islámica, me llamaron la atención y me dijeron que ya no podría participar de ningún ministerio en la iglesia porque estaba en pecado y me tenían que poner en disciplina. Recuerdo perfectamente las palabras de uno de ellos: “¡Sería mejor para ti que te relacionaras con ateos, a que te relaciones con musulmanes!”…no podía creer lo que me estaba diciendo, así que le dije que iba a seguir yendo a la mezquita porque no podía quedarme con todas esas dudas que tenía, pero me dolió el alma ver que en vez de hacer algo para aclarar mis dudas, en vez de darme las respuestas que necesitaba, decidieran castigarme.  

Al ver que no encontraba respuestas en los pastores, decidí buscar por mí misma. Yo estudiaba en una universidad cristiana evangélica que contaba con una biblioteca donde se podía encontrar una gran cantidad de literatura cristiana, ya que tenían la carrera de “Teología”. Así que empecé a buscar las respuestas allí. La primera respuesta que encontré fue sobre la trinidad; la encontré en una enciclopedia sobre la historia de la evolución de la iglesia cristiana. Allí descubrí que el dogma de la trinidad no fue enseñado por Jesús, la paz sea con él, ni por los apóstoles, ni siquiera por Pablo; sino que fue establecido recién en el año 310 d.C. aproximadamente, durante el Concilio de Nicea, por decisión de un grupo minoritario de “representantes de la Iglesia” y por influencia del Émperador Constantino, quien, como es comprobado históricamente, era un sacerdote del dios Invictus, y más aún, se dice que nunca se convirtió al Cristianismo.

Ésta y otras pruebas contundentes, históricamente comprobables, iban haciendo que mi fe en el Cristianismo se fuera debilitando cada día más, lo cual me tenía sumergida en una profunda crisis, no quería cambiar de religión, sentía que me estaba quedando sin Dios, y es una sensación de pérdida desesperante.

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