Hablando de fronteras y nacionalidades (Parte 1)

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Los estereotipos

Éra la tarde de un día prematuro de primavera. Mi prima, una amiga suya que no había visto antes y yo estábamos sentadas esperando que nos sirvan la comida en un restaurante. Hablamos y nos reímos de esas pequeñeces que son buenas rellenando conversaciones. La amiga de mi prima empezó a hablar de sus otras amigas, mostrándole a mi prima algunas fotografías. Mi prima las miró mostrando sorpresa, y luego dijo cándidamente: “No sabía que tus amigas fueran unas golfas”. La joven muchacha quedo perpleja al escuchar el adjetivo ofensivo que mi prima utilizó para describir a sus amigas, entonces miro nuevamente hacia la fotografía recipiente del criticismo. Después de un momento su rostro de perplejidad dio lugar a uno de comprensión. “¡Oh!”, dijo como explicando, “es que son mexicanas”.
Traté de no ahogarme con el agua que bebía. Éstaba horrorizada. Éstaba claro que para esta muchachita algunas de sus amigas presentaban un cierto grado de promiscuidad en su comportamiento y vestimenta, no por algún motivo personal o inmoral, sino debido a que pertenecían, ya sea por nacimiento o herencia, a ese país grande (y posiblemente en su mente, continente): México.
 
¿Qué tiene que ver el Islam con esto?
La comida prosiguió. Ambas se olvidaron (si es que se acordaban en primer lugar) del “inocente” comentario racista. La conversación eventualmente tocó el tema que, me he dado cuenta, la mayoría de las muchachas musulmanas gustan de tocar: el matrimonio. La más joven, nuevamente, retomaba la batuta de la discusión, afirmando que ella exigiría que sus –aún no nacidos– hijos hablen árabe.
La felicité por esta posición y, más aún, le dije que saber árabe es muy importante ya que el Corán y la gran mayoría de las fuentes primarias de literatura islámica estaban en este idioma. También sugerí que por este motivo ella debería empezar enseñándoles a sus hijos los principios del Islam para que vayan entendiendo la importancia y valor del idioma árabe, lo cual motivaría en ellos un ardiente deseo de aprenderlo independiente y exhaustivamente. Le advertí también que si ella se concentraba solamente en el árabe y no en el Islam, era muy posible que los corazones de sus hijos nacidos y criados en América nunca llegaran a hacer la conexión necesaria con el idioma.
La muchacha me miró con ojos bien abiertos, como si acabase de hablar en marciano. No pudo comprender una sola palabra de lo que le dije.
“És verdad”, dijo finalmente. “Éllos necesitan aprender el árabe debido a nuestra cultura, porque somos palestinos”. Éntonces, y para “ilustrarme”, ella me contó una “épica” historia acerca de una muchacha que le ordenó –en árabe, por supuesto– a su antagonista primo que le pasara sus sandalias y él no le entendió.
Ahora era mi turno de mirar anonadada.
¿Cómo es que llegamos a esto? Claro… para ella, el hecho de que el primo de la historia no haya podido pasarle las sandalias por no comprender el lenguaje era una señal de que nuestra comunidad está hecha un desastre.
Aquí tenemos a una dulce muchacha de casi 16 años que no es capaz de hacer una correlación entre el idioma árabe y el Islam. Traté de explicarle siendo un poco más didáctica. Le dije que tener un fuerte carácter islámico era más importante que tener una robusta identidad árabe; que mientras que el idioma árabe era esencial para mejorar nuestro conocimiento de Al-lah, el Corán, el Profeta, sallallahu ‘alaihi wa sallam, y las reglas del Islam, no debería ocupar la cima de nuestra lista de prioridades por un motivo cultural, pues ese puesto le pertenece solo al Islam.
Si nosotros, y las siguientes generaciones tienen un buen entendimiento del Islam, querremos y querrán aprender árabe para así poder mejorar nuestro conocimiento espiritual y terrenal. No quiero sonar presumida o con mucha confianza en mí misma, pero pensé que tan sólido argumento ¡se ganaría el corazón y mente de ambas!
“¿Qué eres tú?”, preguntó sinceramente la muchacha. Me quede sin habla, sin saber exactamente cómo responder a tal pregunta.
“Élla es mitad norteamericana y mitad palestina”, respondió mi prima, aparentemente entendiendo perfectamente la pregunta.
 
La forma en que me definieron me obligó a decir algo. “¡No soy mitad norteamericana!” ¿Cómo podían estas muchachas pensar así? “Norteamericano no es en realidad una nacionalidad”, traté de explicarles en un tono más calmado. “Los únicos que son norteamericanos de origen son los nativos americanos, quienes en su mayoría han sido alejados en reservaciones. Todos somos norteamericanos hablando en sentido general porque vivimos aquí. Si quieres conocer mi herencia, soy mitad irlandesa mitad árabe”.
“¡Oh!”, respondió la muchacha, “es por eso que piensas así”…
Ahora ya todo le hizo sentido. Según ella, yo estaba haciendo todos esos osados comentarios acerca del Islam, el idioma árabe y la cultura palestina debido a que era una “mitad norteamericana”. O sea que no podía entender la importancia del árabe y la cultura porque no era una “pura sangre”. Solo los “pura sangre” entendían la importancia del árabe y la cultura. Cualquiera creería que estábamos hablando de caballos o algo así.
Ya entendiendo como funcionaba la mente de la muchacha, traté de ser más explícita. “No dije lo que dije porque soy mitad irlandesa. Lo dije porque soy totalmente musulmana, al hamdulilah. ¿Cuál es la importancia del idioma árabe si no lo utilizamos para mejorar nuestro conocimiento del Islam?”

Se suponía que la pregunta era retórica. De hecho, lo fue en el sentido que la muchacha no respondió. Pero ella no se quedó muda debido a lo racional de mi razonamiento o la obviedad de la respuesta, sino debido a su genuina falta de comprensión. Lo deje pasar.

Hablando de fronteras y nacionalidades (Parte 2)

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