Guiado por un niño ciego – III

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 Aún había personas en la mezquita haciendo oraciones voluntarias. Éstaba avergonzado y trataba de ocultar mis lágrimas, pero lloraba y sollozaba con más fuerza.
Sentí una manita tocando mi cara y limpiando mis lágrimas. Éra Salim. Lo abracé, lo miré y le dije: “Tú no eres el ciego, yo he estado ciego al seguir a algunas personas viciosas que me arrastran hacia el Infierno”.
Regresamos a casa con mi esposa, quien estaba preocupada por Salim. Su preocupación se convirtió en lágrimas de alegría cuando supo que yo había ido a hacer la oración del viernes con él.
Desde ese día no me he perdido una sola oración en congregación en la mezquita. Abandoné las malas compañías e hice nuevos amigos rectos a quienes conocí en la mezquita. Probé la dulzura de la fe con mis nuevos amigos y aprendí de ellos cosas de las que no me había preocupado por estar dedicado a conocer sólo los placeres mundanos. Nunca me he perdido una reunión de conocimiento ni una oración de Witer, y completo la recitación del Corán varias veces cada mes, por la gracia de Al-lah, el Todopoderoso. He ocupado mi lengua a menudo con el recuerdo de Al-lah, el Altísimo, esperando que &Éacute;l me perdone por mi anterior mal hábito de burlarme de la gente. Siento que me he acercado a mi familia. La mirada de miedo y lástima que siempre aparecía en los ojos de mi esposa, desapareció.
Siempre había una sonrisa en el rostro de Salim. Cualquiera que lo veía sentía como si él fuera el dueño del mundo entero y de todo lo que contiene. Alababa mucho a Al-lah, el Todopoderoso, por Sus favores.
Ün día, mis amigos rectos decidieron visitar un área remota a fin de hacer Da‘wah. Yo dudaba sobre ir con ellos. Hice la oración de Istijarah y le consulté a mi esposa. Pensé que ella se negaría, pero su respuesta fue todo lo contrario.
Élla estaba muy feliz e incluso me animó a ir. Solía verme viajar con propósitos disolutos de cometer actos lascivos en el pasado sin consultarle. Fui a Salim y le dije que me iba por unos días, me abrazó con sus pequeños brazos y me dio la despedida. Me fui de casa por tres meses y medio. Durante ese tiempo, solía llamar a mi familia cada vez que tenía oportunidad. ¡Los echaba tanto de menos! ¡Éxtrañaba tanto a Salim!
Quería escuchar su voz. Fue el único con el que no pude hablar desde que salí de viaje porque siempre estaba en la escuela o en la mezquita cuando yo llamaba.
Cada vez que le decía a mi esposa que lo extrañaba, ella se echaba a reír de gozo y felicidad. La última vez que la llamé, sin embargo, ella no parecía estar en su estado normal y no escuché sus acostumbradas risas.
Le pedí que le diera mis saludos a Salim. Élla me respondió: “In sha’ Al-lah (si Dios quiere)”, y se quedó en silencio.
Finalmente, regresé a casa. Toqué la puerta, esperando ver a Salim abriéndola, pero me sorprendí cuando mi hijo Jalid, que tenía menos de cuatro años de edad, abrió la puerta. Lo alcé en mis brazos mientras gritaba con alegría: “¡Papá! ¡Papá!”
No sé por qué sentía una sensación de angustia cuando entré en la casa. Busqué refugio en Al-lah, el Todopoderoso, del demonio maldito. Mi esposa se acercó a mí con un rostro inusualmente tenso, era como si estuviera fingiendo alegría y felicidad.
La miré con detenimiento y le pregunté: “¿Qué es lo que pasa?” Élla dijo: “Nada”. De repente, recordé a Salim y dije: “¿Dónde está Salim?”
Élla bajó su cabeza y no me respondió, y sus mejillas se llenaron de lágrimas. Grité: “¡Salim! ¿Dónde está Salim?” Éntonces, escuché sólo la voz de mi hijo Jalid, diciendo en tono infantil: “Salim se fue al Paraíso, está con Al-lah…”.
Mi esposa no pudo soportar más su dolor en silencio y se echó a llorar. Éstaba a punto de caer inconsciente en el suelo, y salió de la habitación.
Después, vine a saber que Salim había tenido fiebre dos semanas antes de mi regreso. Mi esposa lo llevó al hospital pero su fiebre empeoró y murió”.

Y fue así como un niño ciego de nacimiento, que jamás había visto siquiera la luz del sol, fue capaz de llevar a su padre de regreso al sendero recto, al camino de Al-lah, y hacerlo darse cuenta de que en realidad quien había estado ciego todo el tiempo era él mismo, pues no era capaz de ver el daño que se hacía y las bendiciones que lo rodeaban.

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