Sobre el altruismo y el Narcisismo
En la mitología griega, el egocentrismo supuestamente comenzó con un joven griego llamado Narciso. Él era un héroe del territorio de Beocia famoso por su belleza física. Desde la punta de su fina nariz griega hasta su proporcionada anatomía masculina, todo sobre este joven era apariencia, una apariencia cautivadora.
No tan hermoso como su exterior, el carácter de Narciso estaba manchado por una evidente deficiencia de lealtad y afecto. Él terminaba con toda relación que se cruzaba en su camino, la descuidaba. A Narciso no le importaba la gente que lo rodeaba. No se conmovía por la presencia de ningún alma.
Se sentía superior a todos los demás. Finalmente, el egocentrismo que envolvía a nuestro Narciso, literalmente lo ahogó en su propia imagen reflejada en el agua.
Basada en el nombre y carácter de Narciso, tenemos la palabra “narcisismo”, que se refiere a una autoadmiración excesiva. Y si piensas que la palabra se ha vuelto popular en nuestros días, el concepto de vanidad y egoísmo que representa es una completa explosión.
En su revolucionario libro de la década de los 70, The Culture of Narcissism (La Cultura del Narcisismo) el historiador americano y crítico social Christopher Lasch, sostuvo que realmente el narcisismo se había convertido en parte del sistema de valores americano. En otras palabras, Lasch reconoció un énfasis creciente sobre el “autoservicio”: ayudarse a sí mismo a conseguir sus propios deseos pasando por encima de las necesidades de los demás. Las sociedades se recluyen en sus sistemas capitalistas, sus propios santuarios privados; las personas del mundo moderno exhiben esta primitiva fiebre mitológica del individualismo cada vez más.
En un mundo donde todo hombre se sirve a sí mismo primero, y el individualismo domina el centro de atención, se ha vuelto extremadamente difícil ser un musulmán íntegro, alguien con humildad, alguien con el coraje de agacharse para ayudar a quien está caído.
Soplar nuestras burbujas protectoras y flotar en ellas en nuestra vida diaria se ha convertido en la forma actual de interacción que nuestra sociedad apoya. Cuán difícil es salir de nuestras zonas confortables, ¡incluso para salvar una vida!, nadie quiere verse involucrado en ninguna clase de problema legal.
Recientemente, al tomar el bus para ir a visitar a un amigo, experimenté un contraste de blanco y negro en la atmósfera social. En los pequeños poblados que salpican el paisaje cercano a mi casa, las personas aun te saludan en voz alta y como grandes y viejos amigos, incluso si no los conoces.
El viaje a la ciudad fue una historia completamente diferente. Las personas parecían estar de alguna manera “reservadas” (¿para quién?, me pregunto). De hecho, se evitan abiertamente unos a otros. No hay apretones de manos ni sonrisas, ni siquiera se miran unos a otros. Esto me hacía sentir una sensación de frialdad.
Llegué al aeropuerto. Mi hermano y yo estábamos cansados, hambrientos y perdidos. No podíamos encontrar a nuestro amigo (quien también estaba tratando de encontrarnos). Luego de pasar un tiempo considerable buscando, decidimos cambiar unos cuantos dólares para utilizar un teléfono público.
Desde el hombre que recoge el equipaje hasta los empleados que reciben los boletos, desde el nivel más bajo hasta el nivel más alto, y desde el ala este hasta el ala oeste; nadie, ni un solo oficial, empleado de tienda o viajero fue capaz de ofrecer a estos dos peregrinos, varados en una fría noche de invierno, ni un solo centavo para poder hacer una llamada telefónica. ¡Nunca confíes en un hombre sin teléfono celular!
Me deslicé hasta el snack, me paré en la fila y esperé, como un buen autómata, recibir una bebida sobrevalorada. ¡La única forma de conseguir cambio! Miré a mi alrededor mientras mi vida pasaba. Era un terrible espectáculo.
Cientos de personas, caminando, corriendo, embobados, mirando sus relojes, ocasionalmente hablando en herméticos círculos protectores. Nadie nos veía. Mi hermano y yo realmente éramos lo que ellos llaman “nadies”. Éramos solo extraños en una multitud de otros seres humanos extranjeros en una terminal. Éramos dos frágiles almas en un mundo grande, tratando de encontrar una burbuja que se abriera a nosotros, una persona que nos recibiera y terminara con nuestra agotadora caminata urbana. Y entonces me di cuenta: a nadie le importaba. Nadie se detenía a ayudar. Nadie nos cambió nuestro dólar. Nadie rompería su cálida burbuja para salvar a los hombres que quedaron atrás.
Mirando a lo largo de la terminal, vi señales de bienvenida, ayuda y centros de servicio. Me llamó la atención por la ironía. ¿Realmente era yo bienvenido? ¿Realmente alguien quería ayudarme? El narcisismo me había apuñalado justo en la espalda cuando yo no estaba mirando. Derramó mi sangre en el corazón de la ciudad. Como el mismo Narciso, la gente no se preocupaba unas por otras, no se atrevían a cruzar sus caminos en la vida.
Lastimosamente, parece que los musulmanes han aceptado esta norma. En nuestras comunidades somos hombres de negocios, líderes de la comunidad, gente calculadora. El concepto intrínseco y vinculante de hermandad es cada vez más visto como un pequeño valor tradicional, una antigua norma moral que ha expirado en nuestros modernos y sofisticados tiempos. Ser un individuo, un llanero solitario en un mundo oscuro, es lo correcto.
Tenemos que volver a aprender a ser altruistas, a cómo ser desinteresados. Tenemos que descubrir desde adentro cómo atrevernos a reventar nuestras burbujas en el mundo de afuera para así unirnos como hermanos y hermanas, creyentes en un Dios amoroso.